martes, 22 de noviembre de 2011

Aunque quisiera sospechar, sólo imagino

Acabando de leer, y es impresionante. Todo el tiempo delante de ti, los libros permanecen en un silencio parecido al que guarda el que más. Una no se imagina, y uno tampoco, cuánto nos estamos perdiendo al sólo pasar delante de ellos. Contentándonos con tenerlos ahí. Verlos ahí consuela, pero no tenemos idea de que tal consuelo puede gratificantemente impresionar, ilustrar, desenvolver nuestras más intensas inquietudes, ésas que también calladas permanecían, mudas hasta que a libro abierto se detonan, no se pueden controlar.

Así estando y tratando de ordenar, reflexionar, desarrollar y escribir, llega el amor de mi vida a preguntarme qué estoy haciendo. Yo no simulo nada, al contrario, no hay por qué. Mi posición era la más complicada, pero no la menos explicable o entendible; Sobre la cama, con papeles impresos apilados por un lado, otros tantos guardados en una bolsa de plástico transparente, unos acabados de leer, acabados de desordenar, pluma, marcador, cuaderno, computadora, audífonos sobre cama bien tendida por la parte por donde cotidianamente descansan los pies y mal tendida por donde a las almohadas se recurre, yo cansada de todas las posiciones, pero atenta e impresionada por todo lo que en libro (o fotocopias de libros) estaba encontrando, permanecía hincada, una rodilla sobre la cama, la otra flotando y manteniendo un pie indistinto al aire, con una mano en la página en cuestión, otra con la pluma casi metida en la boca, lentes puestos, mirada clavada cual la que no tiene miedo de perder el equilibrio, pues sabe que si cae lo hará en entendido. No me imagino qué otra cosa pudo haber imaginado que yo estaba haciendo como para formular la duda, pero está bien, acepto que puede sorprender, y acepto el tener que ofrecer una respuesta que no sólo le resulte satisfactoria, sino que también logre contagiar a mi amor del entusiasmo que tal desorden sobre la cama me está generando.

Aunque así quise, así no fue. No hizo falta más de un segundo para que me diera cuenta de que en realidad, a él no le interesaba para nada ni lo que yo estaba leyendo, ni lo que me estaba haciendo reflexionar, ni la excitación que por ello estaba sintiendo, ni la inquietud que en mí estaba generando, ni lo que a partir de ello estaba deseando, ni si mis deseos encontrarían hilos negros, detuvieran abusos, cambiaran vidas, generaran fuerzas, produjeran interrogantes o hicieran reír a cualquiera. Nada de esto era importante. A él le parecía sospechoso. Él desconfiaba antes de tener un genuino interés por lo que a mí me llamaba tanto la atención.

Nada respondí, ni siquiera volteé. Nada necesitaba responder. En realidad, y a ojos de cualquiera, no estaba haciendo nada. Puede que la posición no fuera la más común, pero no considero que tal pudiera ser motivo para sentirse amenazado. Creo que para llegar a ella había recientemente movido mi corporalidad entera y, aunque mantenido toda mi atención en aquella, en cuestión, página, creo que tal movimiento, que tampoco era normal, fue lo que le hizo sospechar. Creo, sólo creo, supongo, adivino, nunca sospecho, que pensó que estaba haciendo cualquier otra cosa y que había dejado de hacerla para entonces sí ponerme a leer o ponerme a aparentar que leía, para que en el momento en el que él abriera intempestivamente la puerta, pudiera enterarse de que sólo hacía eso de lo que nunca nadie pudiera desconfiar (o no en estos días).

Si a sus dudas hubiera contestado: “estoy leyendo algo padrísimo (y es que así de coloquialmente tengo que dirigirme a él) sobre la sociedad mexicana en el siglo XVII, sobre los intereses que tenían los colonos españoles, los grandes empresarios que junto con los criollos y los miembros del clero secular, creían que era necesario favorecer la disolución de los pueblos de indios, pues en ellos, los indios estaban siendo sometidos a los atropellos de los corruptos miembros de las autoridades gubernamentales, al maltrato de los señores naturales y al mantenimiento de la buena vida de los frailes mendicantes…” él hubiera dejado de poner atención en el momento en el que yo mencionara “siglo XVII”.

Esto no me lo estoy imaginando, esto lo comprobé minutos después. Minutos después, después de que nada respondí y que insatisfecho quedó con mi no respuesta, pero en silencio por no poder objetarme nada, me asomé a la sala para que en cuanto tuviera un minuto, de entre los minutos que imagino dedica a alimentar un espíritu tan inquieto como el mío, pudiera compartirle de mi placer: “estoy leyendo algo muy interesante (ya reflexionando sobre la posible forma de transmitírselo) sobre la colonia”. Él interrumpe, “sobre la colonia viaducto-piedad?”, me bromea. “Sí, sobre los chismes de todos los vecinos”, me conformo.

No me solté a carcajadas, no me solté a llorar, no me sorprendió, no me desilusionó, pero no esperaba tan poco de él. Hace poco, ya no sé si segundos o minutos, llegó a plantearme su preocupación por la falta de comunicación que entre ambos sentía. Decía que sobre temas superficiales podíamos manejarnos perfectamente, pero que cuando se trataba de lidiar con problemáticas más profundas, algo entre nosotros pasaba que en discusiones siempre terminábamos. Él seguía refiriéndose a sus sospechas, yo sólo pude pensar en horas antes. Horas antes, mientras yo lavaba los platos y él se disponía a preparar una sopa campbell´s*, yo reaccioné con cierto asco al ver y oler el contenido de su lata mientras él lo notó. Para aclarar la mueca, le conté que alguna vez tuve que hacer uso del contenido de varias latas de campbell´s para simular una vomitada y que, a partir de ello, no podía dejar de pensar en lo que en aquellos tiempos pretendí simular, aunque había consumido veces después sopas campbell´s. Él respondió “pues ya supéralo”.

Yo no imagino cuántas veces él habrá simulado vomitadas con sopas o visto que la gente hace uso de ellas para hacer de cuenta que alguien vomitó. Yo no creo, no supongo, no adivino y hasta no sospecho que él haya tenido referencia anterior sobre casos semejantes al que horas antes le comentaba. Intencionalmente y sólo porque poseo una creatividad e inteligencia con sencilla pero evidente relevancia, le platiqué al respecto tratando de motivar su curiosidad por un caso cuya probabilidad de suceder es poca y cuyo contexto pudiera resultar llamativo para el tipo de cosas que a él interesan, simples, cotidianas, superficiales (si así lo quiere), deseando que el comentario pudiera convertirse en dichosa plática.

Así no fue, así no quiso que fuera. Superficialidades. No necesitaba enterarse de nada, es una historia interesante pero nada relevante, nada profunda, nada que cambie su opinión sobre mí o mis talentos para hacer de sopas, vomitadas. A mí sí me entristeció, no lloré, no me sorprendió, pero sí me desilusioné, pues opino lo mismo: sí tenemos problemas de comunicación y éstos también tienen que ver con cosas superficiales.

En general, no soy una mujer parlanchina, sino todo lo contrario. De hablar no sé mucho, espero que (por su bien) de escribir sí, pero de hablar, definitivamente NO. Temas, formas, tonos, volumen, cadencia, ritmo, intencionalidad, fines, argumentos, exclamaciones, etc., todo lo que diciéndose se expresa, no lo manejo. Iniciar una conversación de la nada es, de entre todas las cosas del mundo, la más complicada, antes podría aprender a respirar bajo del agua. Continuar con una conversación iniciada por alguien más es un poco más fácil, pero no… de verdad, no lo logro. A la gente con la que converso, la tengo que haber conocido desde hace tiempo y tuve con ellos que haber entablado cierta confianza para, entonces sí, poder decir, poder exigirme la naturalidad para hacerlo.

Así de difícil no puede ser con el amor de mi vida, y así de difícil no lo suponía, pero el interlocutor debe por lo menos simular interés para que una conversación funcione. Si de la nada me es imposible, hacia la nada, también.

Horas antes fue sobre sopas, minutos después sobre la Historia que me apasiona y segundos hace sobre la imposibilidad entre nosotros y sus consecuentes discusiones. Justo ahora está en el sofá, pues al querer hablar sobre nuestra falta de comunicación, terminamos peleando, de nuevo.



* Derechos irrelevantes.